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Ver televisión en el Centro: el caso Hildebrandt-Denegri

Crónica de cómo dos jóvenes se las arreglaron para ver, en el Centro de Lima, a sus ídolos favoritos en una... salchipapería. 

Publicado: 2015-12-23


Van a ser las 10: 00 pm de la noche, y estoy en el centro junto a Galleta. Hoy pasan la estelar entrevista entre dos grandes pesimistas que tiene el Perú, Marco Aurelio Denegri y César Hildebrandt, en el programa de los miércoles, La Función de la Palabra. Lo de pesimistas es una provocación, lo son pero también son optimistas ante la vida. No por nada siguen en la brega cultural, lo que los hace aún más que estoicos en este país que tiene a la cultura por objeto despreciado; cuando digo cultura me refiero a la que se constituye por los saberes, la inteligencia, pero también por los otros modos de vida, también dignos de conocimiento. Estos dos pensadores y periodistas iban, pues, a hablar, y no quería perderme la oportunidad de verlos. Antes vi con ojos de utopía una plaza en la que los supuestamente seguidores del mundo artístico y de la cultura citadina se reunían a verlos, más como modo de mostrar al gran público que otra televisión es posible que de exhibir sus particulares gustos culturales. Pero no se pudo lograr: yo no me encargué de organizar algo; ni la gente, que yo sepa, tiene intención de participar.   

Era la ciudad misma y no había lugar donde verlo. Ir a la casa no era una opción, pues estábamos muy lejos y creo que quedamos en verlo juntos. Desistimos en ir al Bar Múnich junto a un grupo de gente de teatro, pues sabíamos que las cervezas (que no queríamos consumir) aplazarían la tentativa de nosotros. El bar de Ciro, por obvias razones, ni de vainas. 

-¿Y Kachito?-dijo uno de nosotros.

No era una idea desdeñable, así que fuimos. Ni bien llegamos, le puse mis exigencias al dueño, que estaba tras el mostrador: “Van a hacerle una entrevista a César Hildebrandt, en el siete, a las 10 de la noche. Lo pones y te consumo”. Ahí recién el dueño me miró. Positivo. Faltaba media hora, tiempo que le tomó a Galleta gastarme una broma, unos cuantos metros como para Wilson.

Cuando regresamos, el muy vivaracho, puso canal 7 en un solo lado (y solo cuando me planté para exigírselo). Pero esa no era la idea pues no se escuchaba nada desde ese televisor y porque nos habíamos acomodado en una mesa ubicada al otro extremo. El dueño dijo, señalando al televisor plasma: solo aquí porque la gente quiere ver su novelita. Para variar, habíamos tanteado todos los escenarios posibles. Por eso, cuando hicimos la proposición inicial, por casualidad vimos a unas pareja con pinta de hipsters que también entraba al local y les dijimos…

-… Hoy sale Hildebrandt…

Aceptaron apoyarnos ante cualquier cerrazón del dueño, como también lo hizo una mesa de dos hombres y una mujer, que con el gesto nos decían “sí, sí”; y también una pareja de al fondo de tres hombres, a las que tuvimos que recurrir cuando nuestra base social se iba dando por vencida. Es que el guachiborracho, perdón, el guachimán, nos quería aguar la fiesta:

-A la próxima –dijo con cara mareada para disuadirnos- te invito a mi casa para que veas la televisión.

Pero de eso no se trata, Mr. Borracho…

En fin, ganamos. Después del pleito provocado, el dueño fue bien, pero bien mortificado al segundo televisor para subirse a una silla y cambiar de canal del televisor pues el control andaba malogrado. Tuvo resultado nuestra propuesta: en los dos televisores se veía La Función… Pero, envalentonados, queríamos más, no se escuchaba nada (¡Denegri hablaba tan bajo!) y queríamos más. Lo llamamos desde nuestros asientos para que suba el volumen. No obtuvimos respuesta. Galleta fue y habló. Vino con buenas noticias.

-Puedes hacerlo tú.

-¿Puedo?

-Ajá.

Con algo de miedo, miré si estaba el borracho: estaba pero absorto en su embriaguez. Entonces me paré en la silla débil y subí el volumen. Galleta no hubiera podido hacerlo. Su pensamiento es casi alado, no pertenece a este mundo. Desde la mesa contemplaba la pantalla y cómo el volumen llegaba hasta el máximo, hasta 100. Pero su cara no era de beneplácito. La mía tampoco. La realidad nos daba en las narices.

Ni en 100 de volumen pudimos escuchar los 50' min de programa. Ubicados en Tacna con Quilca, la modernidad capitalista nos abatía los oídos con los ruidos de la Línea Azul, las melodías orientales del culebrón turco que se pasaba en el primer televisor (en efecto, el dueño era la gente y él quería ver su novelita) y las ambulancias que iban a apagar incendios. Yo solo, al ver en la pantalla a esos pensadores que se volvían, por momentos, en dos mimos sin pintura blanca, pensaba… “Pese a todo, seguimos”. Y si no podía captar fielmente las cosas que decían, me encargaba de espiar otros lenguajes, el de las caras, los gestos. Hildebrandt, como siempre, con ironía de altura, Denegri, levantando un poco el rostro, como siempre: desconfiado. Pero no había que engañarse: no se oía, el ruido era avasallador. Los cláxones bramaban. Tres moscas hicieron su aparición y daban clandestinas vueltas alrededor de la pantalla. Era la metáfora perfecta de lo que se veía: la muerte del hombre pensante, la capacidad crítica y la pérdida de sentido gracias al mundo de hoy. Era un funeral, pero uno vulgar. Con el cadáver al aire libre, las moscas merodeaban sus carnes descompuestas, Galleta y yo éramos las vírgenes llorosas y la demás gente, nuestra perdida base social, se aglomeraba en sus silencios y miedos. La pareja de hipsters se había ido, las otras dos mesas eran reemplazadas por un par de viejos que se llevaban bocanadas de comida chatarra a la boca; por dos niños que de cuando en cuando miraban a la inexpresiva pantalla para regresar a la soledad de la cuchara con papa insípida, a la calamidad del atrapante Facebook. Contadas fueron las ocasiones en que, en este funeral, se vieron las caras. Era mejor que la rueda del patín suene en el piso.

Mientras tanto, el muerto hablando de los factores políticos de nuestra sistemática estupidización como especie, de la argumentación biológica y existencial de esta; de la economía, el poder, los intereses y de una frase de Sartre: “El hombre se podrá curar de una neurosis, mas no de sí mismo”.

Termina el programa. Sin desconcierto, Denegri se despide. Pensaba, otra vez, ¿tuvimos un pequeño triunfo cultural? En el centro no se veía más Combate, Esto es Guerra, Novelas o periodismo bamba, se veía cultura. Y se había logrado, en parte, gracias a la tozudez de nuestra parte y a la predisposición de estos dos señores a dialogar con pública audiencia. Sobre esta última, un poeta que algunas veces acierta como polemista, cometió una mentecata falta: “creer que estos dos señores son las máximas glorias de la cultura es un fraseo bastardo”, se le podría parafrasear. Le seguían unas líneas en las que citaba a algunos pensadores (ellos sí) críticos como Julio Cotler o Flores Galindo. Curiosamente, este intelectual era el que buscaba la crítica y la propuesta. Y en ningún sentido, el poeta Yrigoyen, cumplía su aleccionador cometido. Por ende, su comentario no pasaba de ser una bravata salida del hígado, en aras de atizar al aburrido ciberespacio. Lo que sí logró, más bien, fue que este creativo se burle de los señorones que se las pegan de muy cultos y de desdeñosos con los que dan sus primeros pasos en las lecturas críticas. Como le dije a un impresentable de ellos: es bien bacán hablar de cultura y de seleccionados personajes cuando se ha crecido con bastante material a la mano, y no con deficientes escuelas y sin bibliotecas públicas en las esquinas. En efecto, es muy fácil hablar. En ese sentido, más bienvenido es el capitalista dueño de Kachitos que hizo ejercicios al subirse a la silla que el olvidadizo iconoclasta que juega a francotirador con venda en los ojos, solo por el gusto de joder. Pero de ellos, Mariátegui ya habló: “Mi voluntad es afirmativa, mi temperamento es de constructor, y nada me es más antitético que el bohemio iconoclasta y disolvente, pero mi misión ante el pasado, parece ser la de votar en contra”.

Nos fuimos y solo quedó un abuelo que vende golosinas, que habla en solitario y que come de las sobras de los comensales. Las mozas ni nos miraban. Afuera seguía oyéndose el ruido de la ciudad. En realidad, a nadie le importó mucho el programa, pero si de salvaciones se trata, Galleta y yo tenemos un lugar asegurado en el paraíso del infierno, de la angustia.

“Apago el televisor”.

23-12-15


Escrito por

mirocko

Holi.


Publicado en

El Informal

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